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Hay personas que no se percatan de lo que hacemos por ellas, hasta que dejamos de hacerlo
Nos movemos en un mundo en el que las costumbres pesan sobre nosotros como obligaciones. Quien más y quien menos en algún momento de su vida ha sentido que lo que hacía porque quería, se convertía en una imposición.
Pequeños gestos que mejoran el día a día. Grandes entregas que marcan el curso de la vida. La ayuda puede adoptar mil formas distintas.
Puede ser esa persona que nos facilita la jornada, desde un discreto segundo plano, para que todo fluya mejor. O puede ser esa persona que hace un gran sacrificio con una sonrisa en los labios, sin dejar entrever el verdadero costo de lo que nos ofrece.
Todos en algún momento hemos ayudado a alguien. Y nos hemos sentido bien por ello. El desgaste emocional comienza cuando nuestra ayuda no es reconocida, cuando damos y damos, sin recibir nada a cambio, cuando los demás no se dan cuenta de todo lo que hacemos por ellos e incluso presuponen que es nuestra obligación.
“Síndrome de dar por sentado”: Cuando a fuerza de ayudar, nos volvemos invisibles
A menudo, las personas caen en lo que podríamos llamar el “Síndrome de dar por sentado”, que consiste en obviar el valor de las cosas buenas en la vida. Estas personas dan por sentado que nuestra ayuda y apoyo simplemente están ahí, que tienen derecho a ello, y no lo aprecian en su justa medida.
El “Síndrome de dar por sentado” está relacionado con la capacidad de adaptación, un proceso mediante el cual las personas se acostumbran rápidamente a los entornos, las situaciones y las relaciones.
En práctica, es probable que esa persona se haya sentido emocionada la primera vez que la ayudaste, y te haya agradecido ese gesto, pero luego lo asumió como algo natural, se activó el mecanismo psicológico de la desensibilización, y esa ayuda pasó de ser una novedad a convertirse en algo familiar.
Obviamente, la capacidad de adaptación es importante, sobre todo para evitar un sufrimiento innecesario provocado por cambios drásticos, pero juega en contra de las relaciones.
Debemos pensar en las relaciones y en la ayuda como una planta que debe ser cuidada todos los días. Si asumimos que la planta siempre estará ahí y no necesita nuestros cuidados, un día simplemente se secará.
Cuando eso sucede, la persona se sentirá desorientada, como si de repente su estructura de apoyo se hubiera venido abajo.
De hecho, eso es precisamente lo que ha pasado: a fuerza de no cuidar una relación que le aportaba auténtico valor, el vínculo se ha roto y ha perdido una importante fuente de ayuda. Solo entonces valora lo que hasta ese momento había dado por sentado. Aunque quizá es demasiado tarde.
Dar mucho y recibir poco, cansa
Dar mucho y recibir poco, agota. Aunque es importante ayudar a cambio de nada, también necesitamos recibir sin tener que pedir.
De hecho, el psicólogo Adam Grant, de la Universidad de Pensilvania, explicaba que podemos imaginar las relaciones interpersonales como una línea, en uno de sus extremos se encuentra el dar y brindar ayuda, en el otro extremo se encuentra el recibir y obtener ayuda.
En algunas fases de la vida, podemos estar en un punto más cercano a uno de los extremos, como cuando debemos cuidar de una persona querida, pero en sentido general, lo ideal sería encontrarnos en un punto más intermedio, donde podemos dar sin que ello se convierta en una hemorragia energética porque también recibimos apoyo y ayuda.
Ni siquiera se trata de que la persona a quien ayudamos nos “devuelva el favor”. No se trata de un quid pro quo, sino de establecer ese profundo y muchas veces indestructible vínculo emocional basado en el agradecimiento y el reconocimiento.
Al contrario, cuando ayudamos y el otro se vuelve demandante o menosprecia nuestra contribución, esa ayuda se convierte en una carga psicológica.
Ayudar también tiene límites
“Ayuda a tus semejantes a levantar su carga, pero no te consideres obligado a llevársela”, recomendaba Pitágoras hace siglos.
Este filósofo y matemático griego sabía que existe un límite a la entrega, el sacrificio y la ayuda; un límite más allá del cual terminamos drenados emocionalmente, sobre todo cuando las otras personas no reconocen lo que hacemos por ellas.
Siglos más tarde, los experimentos psicológicos han comprobado el consejo pitagórico. En un estudio realizado en la Universidad de Columbia Británica dieron a los participantes una suma de dinero. A la mitad les pidieron que lo gastaran en ellos mismos y a la otra mitad que lo destinaran a los demás.
Al final, quienes habían gastado dinero en los otros reportaron sentirse más felices que quienes habían empelado el dinero en sí mismos. Sabemos, sin rastro de dudas, que ser compasivos y ayudar a los demás nos beneficia psicológicamente. Con ciertos límites.
La empatía, por ejemplo, puede llegar a consumirnos haciendo que adoptemos hasta tal punto el sufrimiento ajeno que descuidamos nuestros propios sentimientos y necesidades.
De hecho, quienes siempre priorizan las emociones de los demás son más propensos a sufrir ansiedad o depresión. Es lo que se conoce como “fatiga de la empatía”, que afecta fundamentalmente a quienes ayudan continuamente a los demás convirtiéndose en los pilares que lo sostienen.
En otro estudio, realizado en la Northwestern University, los investigadores analizaron los efectos de la empatía en los padres de 247 adolescentes.
Descubrieron que asumir una actitud empática mejoraba la relación y la felicidad de la familia, pero cuando los padres se involucraban demasiado en los problemas de sus hijos, experimentaban más estrés y se disparaban los marcadores de inflamación crónica.
Esto significa que llevar la carga de alguien, sin poder decidir ni actuar en su lugar, incrementa nuestra carga psicológica y fisiológica, dejándonos más vulnerables.
¿Qué enseñanzas prácticas podemos extraer?
1. Desarrolla una preocupación empática.
Existen diferentes tipos de empatía, hay una empatía que te atrapa dentro del sufrimiento ajeno y otra que te permite conectar pero gestionando ese malestar, de manera que los problemas de los demás no te arrastren.
Recuerda que por mucho que puedas ayudar, las decisiones finales nunca estarán en tus manos y, por ende, tu implicación emocional también debe limitarse a lo que puedes hacer.
2. No te extralimites ayudando.
A veces la ayuda, aunque bien intencionada, puede hacer daño generando actitudes egocéntricas, demandantes o dependientes en el otro. Por eso, la ayuda siempre debe ser dosificada, pensada para que el otro crezca, no para que se produzca una dependencia.
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3. No te pierdas.
La filósofa Ayn Rand sostenía que si queremos desarrollar una buena salud mental, debemos cultivar el egoísmo racional, que no es más que ocuparnos de satisfacer nuestras necesidades e intereses ya que en muchas ocasiones los relegamos a un segundo o tercer plano, para terminar sufriendo las consecuencias.
Fuente: Rincón de la psicología / La mente es maravillosa / Manczak, E. M. et. Al. (2016) Does empathy have a cost? Diverging psychological and physiological effects within families. Health Psychol; 35(3): 211-218.
Dunn, E. W.; Aknin, L. B. & Norton, M. I. (2008) Spending money on others promotes happiness. Science; 319(5870): 1687-1688.